El reciente anuncio de un programa de recompensas demuestra la intención de las autoridades de retomar la iniciativa frente al deteriorado ambiente de seguridad. Pero deben estar alerta a que el remedio no resulte peor que la enfermedad.
En su libro SuperFreakonomics, Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner explican la importancia de los incentivos en la postura que asumen los individuos frente a las situaciones de la vida cotidiana. Dicho ejercicio los lleva a indicar que las personas no son ni buenas ni malas, sino que su comportamiento es el resultado de la influencia que tienen sobre estos una mezcla de incentivos materiales, sociales y morales, determinando su comportamiento final e impacto en la sociedad.
La semana anterior la Alcaldía de Bogotá, en asocio con el Ministerio de Defensa Nacional, anunció la campaña “Cuidémonos del Terrorismo”, una iniciativa enfocada en recolectar información de la ciudadanía sobre al menos 10 conductas que se relacionan con la logística y el funcionamiento del crimen común y organizado, la apología al terrorismo, el cibercrimen y la violencia homicida.
Sus piezas promocionales permiten observar un esfuerzo de las autoridades para fortalecer la efectividad operativa y de investigación que desarrolla la Policía Metropolitana de Bogotá. Esto, a partir de la disposición de un fondo de recompensas que logre canalizar información útil para anticiparse a acciones terroristas y resolver casos de crimen y violencia. Todos los anteriores convertidos en preocupación primordial de los ciudadanos.
Los programas de recompensas no son nuevos en el país y han demostrado ser dinamizadores efectivos del quiebre de la confianza dentro de las organizaciones criminales o terroristas, así como del cierre de brechas que afectan la consolidación de programas investigativos o ciclos de inteligencia. Basta recordar cómo de la mano de recompensas, el programa de desmovilización voluntaria se convirtió en una de las armas más temidas por cabecillas terroristas.
La revisión de los programas de recompensas en diferentes partes del mundo deja varias lecciones aprendidas. La primera -quizás la mas importante- es que los programas de recompensas buscan hallar fichas faltantes en el rompecabezas criminal, nunca armarlo. La recolección masiva de información para construir un contexto puede contaminar los procesos de inteligencia e investigación por iniciativa de los criminales.
Asimismo, puede incentivar una de las enfermedades endémicas de la inteligencia: el condicionamiento de los recolectores de información, analistas de inteligencia e investigadores criminales a dirigir sus esfuerzos hacia el horizonte que sus jefes desean y no en virtud de esclarecer la incertidumbre.
La segunda lección es que es necesario estructurar un sistema de evaluación y verificación de la información obtenida mediante esta herramienta, con el fin de disminuir el riesgo de corrupción y el deterioro de la legitimidad institucional.
Resultaría imposible para los líderes de un programa de recompensas gestionar la integridad y comprobar el uso adecuado de los recursos asignados, en el marco de un programa que promueva una recolección aleatoria de información, no enfocada en objetivos precisos.
Otra justificación para diseñar un programa de recompensas dirigido a blancos es el riesgo que enfrentan agencias, agentes e investigadores de ser hostigados con ataques jurídicos y campañas de desprestigio, ante la inexistencia de un marco delimitante del uso de recursos y justificantes de pagos.
Las recompensas dirigidas a líneas de investigación también contribuyen a resolver dudas sobre el rechazo de una fuente o el no pago en caso de información irrelevante, decisiones que muchas veces son asociadas con colaboraciones indebidas con la delincuencia.
Una tercera lección es la necesidad de no crear una cultura malsana del pago por colaboración. Los ciudadanos tenemos la responsabilidad de cooperar para que la seguridad se fortalezca y la criminalidad sea castigada. El rol ciudadano no se debe convertir en moneda de transacción. En esencia, instituciones y ciudadanos deben aliarse para reivindicar la Constitución y la Ley, y así materializar una verdadera cultura de la seguridad y la justicia.
Estos tres elementos recogen la mayoría de los factores de éxito o fracaso en la utilización de las recompensas como dinamizadoras de la aplicación de la ley y el desmantelamiento criminal. No obstante, no pueden perderse de vista otros como las falencias en la orientación estratégica de la investigación judicial, la desmoralización interna por desequilibrios en incentivos institucionales, la renuncia a la acción estatal a la espera de la colaboración y las dificultades de convertir información en elementos probatorios.
A pesar de creencias, principios e intereses diversos, siempre existirá un conjunto mayoritario de ciudadanos con el potencial de colaborar de manera altruista en la lucha contra el crimen y la consolidación de la seguridad.
Sin embargo, también existirán algunos cuyos intereses los conduzcan a reconocer en las recompensas un mecanismo para aumentar su beneficio particular sin considerar el bienestar común o, en algunos casos, yendo directamente contra este.
Estos últimos obligan a que las autoridades evalúen la nueva estrategia de pago por información con base en las claves anteriormente descritas, para así asegurarse de que el remedio no resulte más grave que la enfermedad.