En Colombia, el hambre no es tanto un problema de disponibilidad como de acceso a alimentos. Es decir, el problema es más de pobreza y desigualdad social que de tenencia de la tierra. Ejemplo de ello es que el 40 % de los pueblos indígenas, que son dueños de más del 30 % del territorio nacional, padecen de inseguridad alimentaria. Pese a esto, el Gobierno de Gustavo Petro tiene preocupadas a miles de personas que han comprado un terreno en Colombia bajo el argumento de que lo que se necesita es bloquear más tierra para disponer de más alimentos. Lo preocupante es que el lugar a donde nos puede llevar ese camino es a la extinción del dominio, es decir, que a la gente le pueden quitar su terreno y este pase a ser del Estado sin ningún tipo de indemnización.
El origen del problema está en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) con una figura que se conoce como las Áreas Protectoras para la Producción de Alimentos (APPA). Esta nueva determinante de superior jerarquía modificó la autonomía y el ordenamiento territorial en Colombia (Ley 388 de 1997) por vía de una ley temporal como es el PND. Es inevitable preguntarse si, tras las argucias técnico-jurídicas del Ministerio de Agricultura, lo que hay es una reforma agraria de fondo, sin debate, sin consenso y sin garantías democráticas. Aquí trataré de plantear algunas de las principales preocupaciones.
En primer lugar, la motivación misma de las APPA es engañosa. Parte de la premisa de que el país pasa hambre por falta de alimentos, cuando el verdadero problema es mucho más complejo: una mezcla de pobreza, falta de infraestructura vial y agropecuaria, endeudamiento, el casi nulo avance en la formalización de la propiedad rural, profundas desigualdades sociales y, como no decirlo, el acaparamiento de suelo para el narcotráfico. Contrario a esto, el Gobierno no resuelve ninguno de estos problemas estructurales y en cambio pone el foco sobre tierras que ya son formales y competitivas, como las de la Sabana de Bogotá, los municipios cafeteros del Tolima y Antioquia.
En segundo lugar, y más preocupante aún, las APPA son la coartada legal y técnica para aplicar la extinción de dominio agrario. El Gobierno está en deuda de explicarle al país si, al ser nueva determinante agrícola, se convierten de facto en zonas de reserva agrícola, cuya transgresión es hoy causal de extinción de dominio según la Ley 160 de 1994. Si esto es así, se trataría de una figura que permitiría al Estado quitarle las fincas a la gente de Cundinamarca, Antioquia, Tolima, entre otros, bajo el argumento de su inadecuado uso y la necesidad de fondear los tres millones de hectáreas del Acuerdo con las FARC. Para hacernos una idea, en la única APPA declarada ya en el país, la de la Guajira, se incluye dentro de los usos prohibidos el comercio. Sí, ¡el comercio queda prohibido por el Gobierno!
Tercero, al ser determinantes del ordenamiento, las APPA dejan a los alcaldes maniatados frente a su autonomía municipal y al Gobierno central como el nuevo gran terrateniente. ¿Cómo hace uno siendo alcalde de Santa Marta y sin autonomía para definir apuestas competitivas de desarrollo hacia el turismo, porque una APPA ha bloqueado todo el suelo que quedaba, sin preguntarle a nadie?
Finalmente, este modelo atenta contra el espíritu mismo de la Constitución de 1991. Bajo las directrices de la UPRA y el Ministerio de Agricultura, el Estado decidirá qué se puede sembrar y qué no. ¿Si alguien, por lógica de mercado, prefiere cultivar flores o café en lugar de yuca, correría el riesgo de perder su tierra por desobedecer el plan central? No es difícil ver en esto ecos similares al gran salto adelante de Mao Tse-Tung: planificación rígida y, ahí sí, hambre masiva. El gobierno está corriendo una carrera contrarreloj para dejar atadas unas normas que podrían redefinir la tenencia de la tierra en Colombia por las próximas décadas.